La iniciativa de Milei frente a YPF tiene de por sí un carácter escandalosamente cipayo y constituye una oda al capitalismo tercermundista: prácticamente todos los países que tienen petróleo y gas como un recurso relevante tienen una compañía de carácter estatal, al tratarse de recursos estratégicos como la energía.
Pero es todavía peor si se tiene en cuenta el valor potencial contenido en yacimientos como Vaca Muerta, en primer lugar, y Palermo Aike (Santa Cruz), en segundo. La privatización implica la entrega de estos recursos que tienen un importante potencial para al menos suplir algunos aspectos más atrasados del capitalismo argentino, como es el caso del déficit energético. Algunos especialistas calculan que, en un período de solo ocho años, el actual déficit energético de $4500 millones de dólares podría convertirse en un superávit de $22.000 millones. Claro que en manos de los negocios de los capitalistas toda esta inmensa riqueza no va para el desarrollo del país sino para sus propias ganancias, pero el carácter semiestatal de YPF, incluso en manos de los sucesivos gobiernos ajustadores, no deja de significar ciertas mediaciones que paliarían (aunque no lo resolverían estructuralmente) algunos rasgos críticos de la economía argentina (como la falta de dólares crónica).
Pero incluso a pesar de todas estas salvedades que corresponden, el proyecto de Milei es una muchísima peor alternativa.
Primero, desde el punto de vista económico, profundizaría aun más la extranjerización y el extractivismo rampante de la economía argentina, profundizando aun más las desigualdades, la dependencia y el atraso. Es un proyecto de «capitalismo bananero»: cero perspectiva de desarrollo en favor de un extractivismo propio de una semicolonia.
Además, es una entrega desastrosa desde el punto de vista estratégico y geopolítico. Lo que está en juego es nada menos una de las mayores reservas de petróleo y gas no convencional de mundo: las potencias imperialistas han sabido empezar guerras por mucho menos. Que el Estado renuncie a controlar un recurso de tanta importancia para dárselo a alguna empresa extranjera es una lisa y llana pérdida de soberanía.
Párrafo aparte para el anuncio ya confirmado por Milei de quien será su director y CEO de YPF. Se trata de Horacio Marín, un importante ejecutivo de Tecpetrol, del grupo Techint. Según trascendidos periodísticos, Paolo Rocca habría intervenido personalmente para poder «quedarse» con YPF, y Milei le cumplió el deseo.
Se trata de un nombramiento que tiene un único sentido: preparar el vaciamiento para luego justificar su privatización. Tecpetrol es, estrictamente hablando, una empresa privada competidora de YPF en el mercado de gas y petróleo. Ahora Milei le «entregó» YPF a un hombre de la competencia, con todo lo que eso implica: acceso a toda la información técnológica, financiera y proyectos de desarrollo de la empresa. Frente a una licitación, Tecpetrol contaría con información privilegiada obtenida de estar a la cabeza de la principal empresa del rubro con más de un siglo de experiencia en el sector.
Recordemos que Milei ya adelantó su idea de «racionalizar» la compañía antes de venderla. Esta racionalización no significa otra cosa que preparar el terreno para miles de despidos, cierres de sectores y proyectos enteros que en la lógica del mercado no resulten rentables. A pesar de sus enormes límites (empezando por el hecho de que no se trata de una compañía plenamente estatal, sino con mayoría de participación accionaria estatal pero con un 49% de participación privada) significa convertirla en una compañía «más» (regida únicamente por su rentabilidad inmediata) quitándole cualquier potencial carácter estratégico (resaltamos que este carácter estratégico es más potencial que real debido a la profesión de fe extractivista de todos los gobiernos capitalistas).
No es tan fácil
No obstante, el tamaño de la entrega con la que sueña Milei es proporcional a las dificultades que debe enfrentar para poder llevarlo a cabo. Privatizar YPF no es una cosa que pueda hacerse de la noche a la mañana.
En primer lugar, los yacimientos como tales son propiedad de las provincias, según la Constitución. Por lo que esto ya significa en sí mismo una mediación para la entrega de todos esos recursos a alguna potencia extranjera.
En segundo lugar, una privatización implica no sólo la aprobación del congreso, sino lograrlo con los votos de dos tercios de las cámaras. Un número que a priori parece muy inverosímil que Milei consiga viendo la composición final de ambas cámaras al menos en sus dos primeros años de mandato.
A esto hay que sumarle, por supuesto, la resistencia que puede surgir de la propia sociedad y más importante aun de los propios trabajadores, que son finalmente quienes la hacen funcionar todos los días y saben mejor que nadie el valor estratégico que tiene y todas las consecuencias nefastas que implicaría una privatización, empezando por despidos masivos y un avance de la precariedad laboral.