Del caso «Chocolate» a Insaurralde: un Estado a imagen y semejanza de los ricos

Por casualidad o no, a pocas semanas de las elecciones generales una serie de escándalos de corrupción y obscenidades ligados a funcionarios del Estado vuelve a ocupar la agenda política nacional. Mientras los oportunistas de la derecha se llenen la boca hablando contra la «corrupción», la fortuna y negociados revelados por los casos de estos funcionarios dejan al descubierto todo un aparato estatal al servicio de -e inspirado en- la clase capitalista.

No vale la pena detenernos aquí en el timing con el que estos escándalos salieron a la luz, uno detrás del otro, que ya son bien conocidos: primero, el escandaloso descubrimiento de Julio «Chocolate» Rigau, un empleado de la legislatura bonaerense atrapado extrayendo dinero de más de 45 tarjetas de débito vinculadas a empleados y asesores de legisladores de bloques tanto oficialistas como opositores.

Todavía no terminaba el escándalo por la celeridad con la que intentaron cerrar la causa que el sábado estalló otro escándalo ligado a Martín Insaurralde, el hasta ayer Jefe de Gabinete de Axel Kicillof en la provincia. Ya es harto conocido: a Insaurralde lo «atraparon» de viaje en un lujoso yate en Marbella junto a una modelo, a principios de septiembre, aunque las fotos se conocieron este fin de semana. Una «escapada» que incluyo la compra de regalos de lujo (como relojes Rolex) y botellas de champán de cientos de dólares.  A todo esto, hacía pocas semanas había salido a la luz que Insaurralde, en pleno trámite de divorcio, estaría negociando pagarle a su ahora ex esposa la obscena cifra de 20 millones de dólares para dar por terminado su matrimonio. La misma semana, el INDEC confirmó que la pobreza ya alcanza otra vez al 40% de la población.

Como decíamos, poco importa que estos escándalos se conozcan ahora con la intención de afectar a una u otra corriente política (en este caso, en particular, al oficialismo bonaerense): se trata de una práctica habitual y común de las capas más profundas del aparato del Estado, donde operan todo tipo de oportunistas, operadores, servicios de inteligencia y arribistas de toda índole que no dudarán en sacar los trapos sucios ni «quemar» a quien haya que quemar con tal de obtener algún beneficio personal o político.

De una forma u otra, la irrupción en público de estos escándalos no hace más que confirmar que el Estado y su cuerpo de funcionarios no hace más que proyectar la sociedad de clases que le de origen y fundamento a ese Estado: una sociedad ordenada en función de la maximización de la ganancia y de la persecución de la riqueza individual en medio de una guerra de «todos contra todos» donde todo vale.

Corruptelas sin grieta

La salida a la luz del escándalo ligado a «Chocolate» en la cámara de diputados bonaerense deja como pocos casos tan al desnudo las alianzas entre todos los sectores políticos capitalistas de vivir del robo y el vaciamiento del Estado para sus propios intereses políticos y, en algunos casos, personales.

La escena en la que parece haber quedado congelada la legislatura es prácticamente cómica. «Chocolate» Rigau es un personaje formalmente empleado de la legislatura, ligado al PJ bajo la tradicional figura del «puntero». Sin embargo, contrario a lo que una mirada superficial podría esperar, la detención in fraganti extrayendo dinero de 48 tarjetas de débito en un cajero automático céntrico de la ciudad de La Plata no hizo estallar de denuncias provenientes de la oposición, ni mucho menos. Paralizados, todos los principales bloques prefirieron el silencio sepulcral, como esperando que la vorágine de la agenda pública simplemente haga caer el tema en el olvido, y los negociados puedan continuar.

El mecanismo es tan simple que es burdo: los diferentes bloques contratan «empleados» cuyos salarios los paga el Estado provincial. Pero dichos empleados no cobran esos salarios, sino que los «ceden» a algún cobrador. El dinero entonces vuelve hacia los líderes de los bloques, ya sea para financiar su armado político o sus propios negocios personales. A cambio, los «empleados» cuentan con obra social y aportes jubilatorios. Así, el dinero de los impuestos que pagan los trabajadores van a financiar a los partidos capitalistas.

Lo significativo es lo alevosamente entongados que están todos los principales partidos del sistema: Analizando los nombres de las 48 tarjetas de débito en poder de chocolate, saltó a la luz que allí había tanto personas vinculadas al kirchnerismo, al massismo y a Juntos por el Cambio, en todas sus variantes. Incluso también al bloque de Milei, cuyas listas terminaron bien nutridas por el Frente Renovador.

Las reacciones están siendo hilarantes: el oficialismo literalmente eligió no decir nada. Juntos por el Cambio, a pesar de décadas de intentar instalar un discurso «anticorrupción», esbozó un tímido pedido de «esperar que actúe la justicia». La frutilla del postre la dio el sector de Milei: lejos de aprovechar lo que podría haber sido una inigualable oportunidad para denunciar a la «casta política» (que si bien existe, no es lo que Milei nos quiere vender), se limitaron a publicar un tibio comunicado que ni siquiera fue movido ni firmado por Milei, sino por dos de sus ignotos legisladores provinciales.

Esto no hace más que dejar brutalmente al descubierto lo que siempre se supo, pero con una obscenidad casi inédita: detrás de los discursos para las redes y la TV contra la «corrupción», del «Estado presente» y peor aun de aquellos que se llenan la boca hablando contra «los políticos chorros» y «la casta», todos los partidos del sistema participan de este entramado de corrupción que no tiene nada que ver con una supuesta inmoralidad de los funcionarios electos, sino que forma parte estructural del sistema político de un Estado capitalista. En una sociedad dominada por el imperio de la propiedad privada, para los capitalistas y sus partidos el Estado no es más que un botín para saquear.

Mirándose en el espejo de la burguesía

Esto nos conecta directamente con el otro escándalo desatado este último fin de semana, en el que Martín Insaurralde salió retratado en fotos y videos tomándose unas vacaciones a puro lujo (no hablamos de algún «vuelto» sino de gastos por millones de dólares) mientras el país atraviesa una aguda crisis, la inflación pulveriza día tras días los ingresos populares y la pobreza ya supera el aberrante umbral del 40%.

A pesar de los oportunistas de turno que buscarán simplemente hacer pagar el costo político sobre el oficialismo, el caso da testimonio de algo mucho más profundo. No se trata de un «caso aislado», ni mucho menos de una supuesta fuerza política intrínsecamente corrupta mientras otras fuerzas serían supuestamente «limpias» (como vimos en el caso anterior) y mucho menos austeras (el macrismo es básicamente una caterva de millonarios). Al servicio del gran capital, los funcionarios estatales no hacen más que imitar a los jefes para los que trabajan: eso incluye sus consumos, su estilo de vida ostentoso y, mucho más importante, su obsesión por vivir del trabajo ajeno.

El funcionario corrupto, lejos de ser un agente patógeno que habría que extirpar de un cuerpo «sano», no hace más que reproducir , en el ámbito de lo público, lo que los capitalistas hacen en el ámbito jurídicamente privado. Decimos «jurídicamente» porque para el capitalista, el proceso de producción del cual él obtiene su ganancia, a través de la explotación del trabajo ajeno, no tiene nada de «privado» realmente: está perfectamente socializado desde el momento en que la inmensa mayoría de la sociedad fue expropiada de los medios de producción y se ve forzada a vender su fuerza de trabajo. Lo «privatizado» no es la producción como tal sino los medios de producción, y a través de ellos, la ganancia resultante para el capitalista.

El funcionario, el burócrata estatal cuyo trabajo es precisamente garantizar las condiciones políticas y jurídicas para que dicho sistema de explotación siga su rumbo, no hace más que querer pertenecer a la clase que, tal como él mismo puede dar testimonio ya que trabaja para ella, es la que domina de hecho la sociedad, incluso en muchos aspectos por encima del propio poder del Estado.

Claro que el funcionario enriquecido (sin perjuicio de que su rol de funcionario pueda convivir perfectamente con el de empresario, lo que usualmente sucede) no obtiene sus riquezas directamente de la explotación capitalista. Al no contar -al menos en tanto funcionario- con la propiedad de medios de producción, se ve «obligado» a recurrir a métodos bastante menos «económicos» como la corrupción, la coima, el lavado, o los miles de mecanismos que no por menos «económicos» son menos propios de la sociedad capitalista y su Estado, que se forma a su imagen y semejanza, es decir, en función de la ganancia de una clase que vive de la explotación de los trabajadores.

En todo este panorama, la más que legítima indignación que produce el escándalo de Insaurralde, maximizado por el contexto de crisis social y económica que sufre la mayoría de la población, no es más escandaloso que la lujosa vida parasitaria que se da la clase capitalista, para quienes los «lujos» de Insaurralde sean seguramente poca cosa. A este respecto, siempre que se denuncia la corrupción estatal se pone el ojo en los funcionarios, pero se presta mucha menos atención a que siempre inevitablemente hay una pata empresarial ligada al acto de corrupción, que siempre necesita dos lados del mostrador.

Como decíamos, en una sociedad donde impera la explotación, la corrupción estatal no es más que una de las tantas facetas que toman los negocios capitalistas, a los que todas las necesidades sociales se arrodillarían si fuera por ellos. No hay funcionario ni candidato «honesto» que pueda cambiar este sistema, sino sólo la clase trabajadora de manera independiente, deshaciéndose de este Estado de los capitalistas y poniendo en pie uno propio en función de las necesidades de las grandes mayorías.

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