“En los últimos cuatro años, el equipo de Bush se dedicó a socavar el aparente lugar seguro que ocupaban los Estados Unidos en la cima del mundo (…), es probable que los EEUU queden aislados en un mundo hostil, que se vuelvan cada vez más vulnerables a atentados terroristas y cada vez menos capaces de ejercer una influencia global.”
Zbigniew Brzezinski, 2005.
«Norteamérica siempre está ‘liberando’ a alguien. Esa es su profesión».
León Trotsky, 1924.
La mañana del 11 de septiembre de 2001 el mundo observaba horrorizado las imágenes de los aviones impactando contra el World Trade Center, en Nueva York. Se trató del mayor atentado terrorista de la historia, y el peor ataque que sufrió Estados Unidos en su territorio desde el bombardeo a Pearl Harbor, en 1941.
El naciente Siglo XXI mostraba que, terminada la Guerra Fría, la historia no había terminado. Una vez que bajó la espuma del clima triunfalista exultante por la caída de la URSS, el atentado a las Torres Gemelas fue un cachetazo de realidad brutal para el imperialismo yanqui, y lo que vendría después sólo confirmaría aun más la decadencia de su hegemonía política global.
El 20 aniversario del atentado es una oportunidad para recuperar el contexto del ataque, la propia responsabilidad norteamericana en el surgimiento de los grupos que lo perpetraron y el fracaso estrepitoso de Estados Unidos de intentar utilizar el atentado para lanzar una serie de ofensivas imperialistas que lo ubiquen como la potencia hegemónica indiscutible a nivel mundial.
El resultado de ese proyecto, cuyo fracaso ya es bien conocido hace años, terminó sin embargo de cristalizarse en la retirada definitiva de Afganistán con los Talibanes de vuelta en el poder, apenas unos pocos días antes de que se cumplan dos décadas del atentado.
Los orígenes
El origen del grupo Al Qaeda está relacionado con el apoyo que brindó la CIA a grupos islamistas que enfrentaban a los soviéticos durante la invasión de la URSS a Afganistán.
Con el objetivo de «darle a los soviéticos su propio Vietnam», como diría Jimmy Carter, Estados Unidos financió y entrenó grupos armados islamistas antisoviéticos. Eran conocidos como los Muyahidines, «los que hacen la Yihad», es decir, la Guerra Santa. Además, la CIA también se encargó de reclutar cerca de 35.000 guerrilleros muyahidines de otros países para que combatan en Afganistán. Entre ellos estaba el empresario saudí Osama Bin Laden.
El apoyo y la capacitación de Estados Unidos en operaciones de inteligencia, uso y provisión de armamento y tácticas militares, junto con la experiencia en combate contra un ejército moderno como el de la URSS, les dio a estos grupos islamistas una operatividad y sofisticación con la que no contaban.
Bin Laden funda Al Qaeda («La Base») en 1988, poco tiempo antes de que los soviéticos abandonaran Afganistán derrotados. Cuando la guerra contra la URSS terminó y los distintos grupos Muyahidines comenzaron a combatir entre sí, Al Qaeda combate del lado de los Talibanes, quienes finalmente se hacen con el control del país en 1996.
Su ideología islamista propugnaba la unificación de todo el mundo islámico bajo un Califato único. En su lectura fundamentalista del Islam, rechazaban el modo de vida y la cultura occidental por considerarla atea e infiel. Por lo tanto, rechazaban la injerencia de las potencias occidentales en las sociedades musulmanas.
Por lo tanto, fue sólo cuestión de tiempo para que las miras de Al Qaeda se enfocaran ahora en Estados Unidos. En 1990 estalló la Guerra del Golfo producto de la invasión de Irak a Kuwait, y la rápida derrota iraquí no evitó que las tropas de la «Coalición» lideradas por EE.UU. se hicieran presentes en todo Medio Oriente.
Al Qaeda consideraba que el intervencionismo de las potencias occidentales era el principal obstáculo para la conformación de un Califato Islámico. A mediados de los ’90, Al Qaeda le declararía la «Guerra Santa» a los Estados Unidos.
Las acciones terroristas comenzaron varios años antes de los atentados del 11-S. Ya en 1996, Al Qaeda ataca con coches bomba objetivos estadounidenses en Arabia Saudita. En 1998, destruyen las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania, asesinando a 224 personas y dejando miles de heridos.
Luego llegarían los atentados del 11 de Septiembre de 2001, donde secuestran cuatro aviones comerciales en pleno vuelo. Los dos primeros impactaron en cada una de las dos torres del World Trade Center. Un tercero impactó contra el edificio del Pentágono, y un cuarto se estrelló en campo abierto en Pensylvania. Luego se supo que el objetivo de este último avión era el Capitolio, en Washington. Los atentados dejaron el saldo de 2996 muertos y decenas de miles de heridos. Al Qaeda se adjudicaría el ataque pocas horas después.
La «Guerra contra el Terrorismo»
Por supuesto, el atentado causó una conmoción política mundial. Enseguida, el Presidente Bush declararía la «Guerra contra el Terrorismo», una ofensiva militar en varios puntos de Medio Oriente cuyo supuesto objetivo era desarticular las organizaciones terroristas y a los gobiernos de la región que los amparaban.
Sin embargo, como veremos, la «lucha contra el terrorismo» era un un objetivo secundario sobre el que se ocultaba la pretensión de avanzar con el saqueo de esos países y la expansión de la influencia norteamericana en la región. Más estratégicamente, Estados Unidos intentó reforzar su posición dominante en el orden global. Desde ese punto de vista, la acometida fue un fracaso.
La «Guerra contra el Terrorismo» se libró fundamentalmente en dos países: Irak y Afganistán. Apenas un mes después de los atentados, Estados Unidos invade Afganistán, en octubre de 2001. Según la inteligencia estadounidense, la base de operaciones de Al Qaeda y el propio Osama bin Laden eran protegidos por los Talibanes en ese país, lo que era bastante plausible teniendo en cuenta la afinidad histórica e ideológica entre Al Qaeda y los Talibanes.
Aunque el régimen de los Talibanes cayó rápidamente luego de la invasión, Estados Unidos no pudo capturar a Bin Laden sino hasta 10 años después, ni tampoco desarticular la compleja red de células de la que estaba conformada Al Qaeda, que se mantiene activa al día de hoy. Asimismo, el terrorismo Talibán y de otros grupos no pudo ser detenido en ningún momento de los veinte años que duró la guerra, la más larga en la historia de los EE.UU.
La invasión fue un fracaso desde todo punto de vista. Además de la enorme cantidad de víctimas civiles, el país quedó destruido. Estados Unidos no logró el establecimiento de un gobierno democrático estable. Los sucesivos gobiernos eran títeres de las fuerzas de ocupación, y su poder se apoyaba más en la presencia militar extranjera que en sus raíces políticas en la sociedad afgana.
Esto quedó demostrado con la estrepitosa caída del gobierno afgano en manos de los Talibanes en cuanto comenzó el retiro de tropas estadounidenses. En tan sólo unas pocas semanas, luego de veinte años de intensa guerra y destrucción, el final pareció ser la vuelta al punto de partida: los Talibanes retomaron el poder.
Aun más escandalosa fue la Invasión a Irak, en 2003. Si con los Talibanes Estados Unidos tenía alguna excusa como para justificar su presencia en Afganistán, en el caso de Irak tuvieron que lisa y llanamente inventarla. Bush aseguró que Irak poseía armas de destrucción masiva y que Saddam Hussein tenía lazos con Al Qaeda.
Ambas cosas eran falsas. La propia invasión estadounidense no logró encontrar las armas de destrucción masiva de las que supuestamente tenían conocimiento, sencillamente porque nunca existieron. Además, la idea de que Hussein estaba aliado con Al Qaeda no tenía ningún fundamento: por el contrario, el entonces gobierno iraquí y el grupo terrorista islamista eran fuertemente hostiles entre sí.
La guerra de Irak fue otro fracaso para los Estados Unidos: el régimen de Hussein cayó, pero el país quedó sumido en una nueva guerra civil, lo que propició el crecimiento de grupos islamistas. Pero el verdadero objetivo de la guerra fue el control de las reservas de petróleo iraquíes, las quintas de mayor tamaño en el mundo. Desde ese punto de vista, el avance del control de los pozos iraquíes por empresas norteamericanas constituyó el gran «logro» de la invasión de Estados Unidos.
Por supuesto que también era un objetivo en sí mismo aplastar al régimen de Hussein, en ese momento uno de los más poderosos de la región.
Además, la escandalosa invasión a Irak generó un sentimiento genuinamente antiimperialista en todo el mundo. El apoyo político para la guerra fue débil incluso entre los aliados de Estados Unidos, así como fue decayendo paulatinamente también en la sociedad norteamericana con el correr del tiempo.
Lo paradójico de la Guerra contra el Terrorismo lanzada por Bush (y continuada por Obama) es que en aquellos países donde Estados Unidos intervino el resultado fue una expansión aun mayor del islamismo político. Es cierto que las guerras de Irak y Afganistán no fueron derrotas categóricas, como supo ser Vietnam. El resultado fue, más bien, un empantanamiento sin salida en el marco de un inmenso costo de vida de civiles y tropas, así como las pérdidas económicas millonarias. Los objetivos de Estados Unidos en estas guerras nunca se cumplieron con claridad.
Esta serie de fracasos consecutivos comenzaron a delinear más claramente el nuevo clima de época: la decadencia relativa de la hegemonía yanqui como principal potencia del mundo capitalista.
El ‘Nuevo Siglo Americano’ y la crisis de hegemonía
Los atentados del 11 de septiembre le dieron a Bush la excusa para acometer una ofensiva militar y política que, sin embargo, venía gestándose desde tiempo antes.
Una parte especialmente conservadora del establishment político yanqui (llamados los neoconservadores o neocons) advertía ya desde fines de los ’90 la necesidad de que EE.UU. retome su lugar de superpotencia mundial, conformando tras de sí el orden global en función de sus intereses.
En 1997, plena era de Clinton, este grupo de funcionarios, lobbistas, empresarios y políticos del ala más conservadora de los Republicanos publicaron el “Proyecto para el Nuevo Siglo Norteamericano”. Este grupo denunciaba que, luego de ganar la Guerra Fría, la política exterior estadounidense había perdido el rumbo estratégico y no tenía un horizonte claro.
Para los neocons, el triunfo sobre la URSS hizo que Estados Unidos se «relaje» en el tablero global, mientras en zonas estratégicas -como Medio Oriente- avanzaban gobiernos y regímenes contrarios a los intereses norteamericanos.
¿Qué propugnaban estos líderes neoconservadores? Básicamente, que Estados Unidos se convierta en el policía del mundo, con una política militar activa y ofensiva hacia los países hostiles a sus propios intereses. Promovían un fuerte incremento en el gasto militar, una política exterior desafiante y activa hacia los gobiernos que no se alineaban a sus intereses, y llevar la causa de la «libertad económica» al exterior. En resumen, «aceptar la responsabilidad del rol excepcional de EEUU de extender un orden internacional conveniente para nuestra seguridad, prosperidad y nuestros principios«. Con el triunfo de Bush sobre Al Gore, en 2001, el programa de los neocons llegó a la Casa Blanca.
Los resultados de esta estrategia están a la vista: los atentados le dieron la excusa perfecta a Bush para lanzar una serie de ofensivas militares en Medio Oriente, pero todas ellas se convirtieron en complicadísimas guerras largos años empantanadas sin ningún objetivo norteamericano cumplido con claridad. A su vez, las invasiones imperialistas generaron una inmensa ola de rechazo y el crecimiento de un cierto sentimiento antiimperialista más o menos difuso en aquellos lugares que EE.UU. siempre consideró su «patrio trasero». La legitimidad de aquellos que «siempre están liberando a alguien» se vino en picada.
De la mano con esta incapacidad de erigirse como superpotencia y árbitro global, paralelamente fue surgiendo China como un nuevo rival estratégico, el mayor desafío que enfrenta la política exterior yankee desde el fin de la Guerra Fría y cuyos desarrollos y alcances apenas empezamos a conocer. China se erige como «segunda potencia» apoyándose en la decadencia de la influencia y capacidad de arbitraje político de Estados Unidos en el mundo.
Dicha decadencia de la hegemonía política norteamericana no deja de ser, con todo, relativa, en la medida en que Estados Unidos sigue ocupando indudablemente el lugar de principal potencia mundial, económica y militarmente, y su influencia cultural sigue siendo dominante en todo occidente. Sin embargo, la hegemonía estadounidense arrastra varias décadas de retrocesos, cuando no directamente de fracasos, sumado al hecho de que esa hegemonía está comenzando a ser desafiada por un gigante de 1.400 millones de habitantes.
¿Cual es la situación veinte años después de los atentados a las Torres Gemelas? Para los países a los que EE.UU. le «llevó» la democracia y prometió combatir el terrorismo, el resultado ha sido catastrófico: quedaron destruidos, las guerras causaron desastres sociales y humanitarios. El islamismo político que se buscaba combatir en primer lugar terminó expandiéndose más que antes producto del rechazo a los invasores occidentales. A su vez, la consecuencia de esto para Estados Unidos ha sido quedar gravemente desacreditado a nivel político para ejercer una estrategia militar intervencionista.
Desde un punto de vista más general, Estados Unidos no ha mejorado sustancialmente su situación como potencia dominante a nivel mundial en todo este tiempo. De hecho, en algunos aspectos no solo no ha mejorado, sino que ha retrocedido, con la sombra desafiante de China expandiéndose en Asia-Pacífico, Latinoamérica, África y la Nueva Ruta de la Seda.
Por su parte, y mientras los Talibanes van formando su propio gobierno, la amenaza latente del terrorismo no sólo no ha desaparecido, sino que podría regresar con mas fuerza.