La noticia no fue sorpresa para los analistas económicos, pero de todos modos ocupó titulares de la prensa en todo el mundo: la nueva suba de tasas de la Reserva Federal de EEUU (Fed en su abreviatura –no sigla– inglesa) llevó la tasa de interés de mayor referencia del planeta al rango de 5,25-5,5% anual, el nivel más alto desde 2001. Es también la política más contractiva –es decir, que busca el “enfriamiento” de la economía– para la autoridad monetaria estadounidense desde 1980.
Este ciclo de subas de tasas comenzó en marzo del año pasado, cuando se hizo evidente que la inflación se estaba convirtiendo en una amenaza económica global; desde entonces, la tasa de referencia de la Fed trepó de 0-0,5% al nivel actual, una suba de 525 puntos básicos (100 puntos básicos = 1%). El objetivo de esta ofensiva monetaria contractiva era domar el índice de inflación en EEUU, que llegó en julio de 2022 al 9% anual.
A primera vista, la “bestia” está relativamente controlada: los datos de junio pasado señalan una inflación general del 3% y una inflación “núcleo” (que no considera rubros de alta incidencia estacional como energía y alimentos del 4,8%. Sin embargo, el hecho mismo de que, luego de la pausa de la reunión anterior de la Fed, en junio, que había decidido no tocar las tasas –ni para arriba ni para abajo–, se haya retomado el camino ascendente, es un indicador de que el banco central yanqui no considera que el “peligro inflacionario” se haya disipado del todo.
Y así es. La apuesta al escenario más benigno para la economía global pasaba por un “aterrizaje suave”, es decir, una caída sostenida de la inflación a instancias de una desaceleración del ritmo económico, pero sin llegar a la recesión. Ahora bien, esa alternativa siempre se consideró poco probable: con poquísimas excepciones, cada recalentamiento inflacionario de posguerra fue sucedido por un “aterrizaje” nada suave sino recesivo, con caída de la actividad y aumento de la desocupación (éste último, objetivo deliberado de la autoridad monetaria).
¿Qué va a pasar en esta oportunidad? La moneda todavía está en el aire, pero por ahora, “dondequiera que se mire, sigue habiendo una inmensa incertidumbre sobre en qué nivel van a estabilizarse finalmente la inflación y las tasas de interés. Sin duda, hay que celebrar las buenas noticias. Pero la economía mundial aún no ha escapado indemne” (editorial de The Economist –en adelante TE– 9356, “Still in danger”, 22-7-23).
Ahora bien, si la economía global –incluida la estadounidense– sigue en peligro, la inflación no es la única amenaza. Aunque comenzaremos este análisis por allí, para el capitalismo global y su líder EEUU hay pendientes desafíos estructurales incluso más serios que pueden llevar, y están llevando ya, a un recalibrado de las herramientas políticas e ideológicas con las cuales deberá enfrentarlos.
1- Una vez más, sobre el origen de la inflación
Desde que se instaló la inflación como (renovado) problema para la economía global, la política de la Reserva Federal de EEUU ha estado en el centro de las expectativas. La violenta suba de tasas dejó abierto un debate entre los economistas, con dos vertientes: los “halcones” que pedían tasas aún más altas para terminar de domar la inflación –aun a sabiendas de que eso derivaría en caída del empleo y recesión– y las “palomas” que, temiendo precisamente ese escenario como resultado de una astringencia monetaria excesiva, estaban dispuestos a aceptar un recorrido descendente de la inflación más pausado y/o con una meta final no necesariamente anclada en el ya mítico 2% de inflación “ideal”.
Un ejemplo de la primera postura es el ex secretario del Tesoro bajo Clinton, Larry Summers, que no tenía escrúpulos en llevar la tasa de desocupación al 10% con tal de bajar la inflación (casi un calco de lo que hiciera Paul Volcker, el titular de la Reserva Federal bajo Reagan). Otro keynesiano, Martin Wolf, del Financial Times, estima que estamos ante una típica espiral inflacionaria impulsada por los “altos salarios” y propone para el Reino Unido la receta clásica: “La economía no volverá a una inflación del 2% sin una fuerte desaceleración y un desempleo más alto” (“The Bank of England must have the courage of its convictions, Financial Times, 25-6-23)
Entre las “palomas” está la réplica a Wolf de Andy Haldane, ex economista jefe del Banco de Inglaterra, que directamente aboga por abandonar la meta del 2% de inflación (que, digámoslo, tiene un sólido componente de arbitrariedad): “Una inflación al 3 ó 4% ya no perturba la consciencia del público. No hay realmente pruebas de que ese nivel imponga costos mayores que una inflación 2%. Pero los costos de bajar la inflación esos puntos extra, medidos en empleos e ingresos perdidos, son mayores a esos niveles [del 2%] de inflación” (“Austerity is back, and this time it’s monetary”, Financial Times, 30-6-23). En la misma línea, el historiador progresista Adam Tooze, espantado por la insensibilidad de los keynesianos, se quejaba de que “ahora el temor es la persistencia de la inflación. El grito de batalla es volver al 2%. Tal como lo fue hace medio siglo, se trata de una argumento político profundamente conservador disfrazado de necesidad económica” (“Now is a time of tough choices — including on the 2% inflation target”, Financial Times, 29-6-23).
Haldane no se equivoca en cuanto a que incluso un pequeño descenso de inflación puede causar un daño social importante. En un paper conjunto, Olivier Blanchard, ex economista jefe del FMI, y Ben Bernanke, ex director de la Fed, estimaban que la tasa de desempleo en EEUU debía subir al 4,3% para acercarse al mítico 2% de inflación. Pero eso significa la pérdida de no menos de un millón de empleos (TE 9356, “Turning a corner”, 22-7-23).
En el bando de sostener la meta del 2% a todo trance, como era de esperar, se alista The Economist: “Aunque una inflación del 3 o 4% no acapara titulares como los anteriores y alarmantes aumentos de precios, seguiría siendo un problema para los bancos centrales, que podrían tener que elegir entre ajustar más de lo que esperaban o abandonar de hecho la meta del 2%. Cualquiera de las dos opciones va ser disruptiva” (TE 9356, “Still in danger”, 22-7-23).
La novedad actual es que además del “aterrizaje forzoso” (recesión) o abandono de la meta del 2% parece asomar una tercera posibilidad, alimentada por la reciente baja de la inflación: que el actual director de la Fed, Jerome Powell, haya acertado tanto con el ritmo de la tasa que no haya ni recalentamiento de la inflación ni recesión, sino “aterrizaje suave”, esto es, descenso de la inflación con crecimiento más débil pero no recesión.
Las señales son tan mixtas que dan para cualquier pronóstico y tienen perplejos a los “expertos”. Por ejemplo, un clásico de la teoría económica mainstream es la “curva de Phillips”, que postula una relación inversa entre índice de precios y desempleo: cuando crece la inflación, baja el desempleo, y viceversa. El escenario actual no es una curva sino una recta perfecta: baja la inflación, pero baja también el desempleo, hoy en el 3,6%, cerca del piso de los últimos cincuenta años.
Por otro lado, el sector manufacturero (industrial) está técnicamente en recesión, con un descenso de la producción sostenido desde el último trimestre de 2022. A esto se agrega que si bien el PBI de EEUU continúa creciendo, no sucede lo mismo con los ingresos: “Hay una diferencia significativa entre el producto bruto interno (PBI) y el ingreso bruto interno (IBI). Tanto salarios como beneficios, ajustados por inflación [es decir, los ingresos de trabajadores y empresarios. MY], están cayendo. De modo que, en términos de IBI, la economía de EEUU ya está en recesión” (M. Roberts, “(“From greedflation to stagflation and then slumpflation”, 5-7-23).
El marxista Roberts no es el único en advertir esta discrepancia entre PBI e IBI: “Es crucial tener en cuenta que un aterrizaje suave no equivale a un crecimiento sólido. Lejos de eso. Lo que se necesita para ayudar a domar la inflación es u período –potencialmente largo– de crecimiento muy bajo que baje la temperatura económica. Ese fenómeno, de hecho, ya parce estar en curso. Aunque el PBI ha crecido razonablemente en los últimos trimestres, su pariente cercano, el ingreso bruto interno (IBI), es anémico. En teoría, los dos deberían estar alineados. (…) En los hechos, nunca coinciden perfectamente, dado que derivan de fuentes diferentes. Y recientemente la brecha se ha ensanchado: mientras que el PBI aumentó en el primer trimestre un 2% (anualizado), el IBI cayó el 1,8%. No queda claro cuál de los dos es el número más preciso, pero una práctica común es partir la diferencia. Eso implicaría que el crecimiento es ya muy bajo”, o, de hecho, casi nulo (TE 9356, “Turning a corner”, 22-7-23).
Esta baja de los ingresos, por otra parte, desmiente una vez más la fábula (que comparten keynesianos y neoliberales) de la inflación espoleada por los aumentos de salarios. No hay espiral inflacionaria de precios y salarios, sino que éstos van todo el tiempo a la zaga de aquélla.
Es verdad que hay una extraña robustez en el mercado de trabajo de EEUU. Desde febrero de 2020 la economía yanqui agregó casi 4 millones de puestos de trabajo. El 84% de las personas entre 25 y 54 años están empleadas o buscando empleo, la proporción más alta en 20 años y apenas un punto por debajo del máximo histórico (TE 9355, “Powell’s dilemma”, 15-7-23, y TE 9356, “Turning a corner”, 22-7-23).[1] Pero, con todo, salvo acaso en algunos de los puestos de más baja calificación, los salarios siguen perdiendo frente a la inflación.
Es por esa razón que incluso entre los economistas capitalistas se ha postulado como origen de la inflación un aumento desmedido de las ganancias de las grandes empresas vía simples remarcaciones de precios, lo que ha dado en llamarse “greedflation” (inflación por codicia). Este argumento parece tentador para la izquierda, pero su sustento científico y marxista es muy dudoso. Aquí se da algo similar a las “ganancias monopólicas”: el fenómeno existe, pero justamente sólo en tanto fenómeno. Esto es, se trata de algo episódico o sectorial, no estructural, y no es el centro de la explicación.
Como resume Roberts, “[se trata entonces de] inflación “de vendedores” o greedflation de las grandes corporaciones, o es el resultado de mercados laborales ‘ajustados’ que permiten a los trabajadores aumentar sus salarios y obligan a las empresas a subir los precios, o se trata simplemente, como dicen los monetaristas, de que hay demasiada oferta de dinero detrás de bienes demasiado escasos? (…) Como otros y yo hemos argumentado antes, fue una floja recuperación de la producción y de la productividad junto con un muy lento retorno al transporte internacional de materias primas y componentes lo que disparó la espiral inflacionaria, no que los trabajadores reclamaron salarios más altos. (…) Lo que falta en todas esas explicaciones es lo que causó de entrada el aumento de la inflación y lo que hace que siga persistente (sticky). El crecimiento de la productividad del trabajo (producción por trabajador) sigue siendo débil (…). Los datos del Banco de Inglaterra revelan que cuanto más bajo es el crecimiento de la productividad, más alta es la tasa de inflación núcleo. Y como señaló también el Banco de Acuerdos Internacionales de Basilea, la inflación no va a bajar sin recesión a menos que haya una fuerte suba del crecimiento de la productividad. (…) Y hasta ahora, la tecnología de Inteligencia Artificial no está generando un aumento más rápido de la productividad. (…) ¿Y por qué no aparece el crecimiento de productividad? Porque la rentabilidad del capital sigue siendo baja (…) por fuera del reducido grupo de mega compañías de energía, alimentos y tecnológicas” (“From greedflation to stagflation and then slumpflation”, 5-7-23).
Por otra parte, parecen siglos, pero hace sólo cuatro meses estábamos discutiendo la posibilidad de que como resultado de la suba de tasas hubiera un dominó de derrumbes bancarios tras la caída del Silicon Valley Bank. Y en efecto poco después tuvo lugar la quiebra del First Republic Bank, pero la situación parece contenida. O al menos es lo que dicen las autoridades: “La secretaria del Tesoro, Janet Yellen, dice no estar preocupada en la medida en que los recientes ‘stress tests’ que la Reserva Federal implementó en el sistema bancario mostró que todos podían absorber impactos sobre su capital derivados de la suba de tasas. ¡Pero los tres banco que se hundieron en marzo pasado habrían pasado esos mismos tests!” (M. Roberts, ídem). Roberts recuerda asimismo que este año hay una fuerte acumulación de vencimientos de hipotecas que pueden meter presión en especial a bancos pequeños y regionales con poca espalda financiera. De modo que es demasiado temprano para decir que el riesgo de un shock bancario ya ha pasado.
Existe otro peligro: el de los “costos ocultos” de domar la inflación en el mercado laboral. Según The Economist, es posible que haya habido un “exceso de empleo” (overhiring) por parte de las patronales –aprovechando salarios relativamente bajos–, de modo que si las condiciones se “normalizan” y la actividad se resiente, puede tener lugar abruptamente una ola de despidos (TE 9355, “Still in danger”, 15-7-22).
Hasta aquí nos hemos referido esencialmente a la situación de EEUU, pero a la hora de evaluar las perspectivas inflacionarias globales es necesario también tener en cuenta las desigualdades entre los países desarrollados. En el Reino Unido, la inflación está lejos de mostrar el descenso verificado en EEUU. En la Unión Europea, la inflación ha bajado un poco más, pero al costo de una actividad económica más débil que la británica. Japón sigue sin arrancar del todo el ajuste monetario pero incluso la muy baja inflación está carcomiendo salarios prácticamente congelados. Por su parte, China tiene problemas casi “desacoplados” del resto del mundo: inflación por el piso, pero a la vez con un crecimiento –para los parámetros del gigante asiático– alarmantemente bajo, con fuertes sospechas de elementos estructurales detrás que no se terminan de resolver (endeudamiento local, burbuja inmobiliaria, alta desocupación juvenil).
Como es su costumbre, el pronóstico de Roberts es pesimista: “Las economías más importantes siguen deslizándose hacia la recesión; la UE ya está prácticamente ahí, y EEUU va hacia allí, más allá de lo que digan los mercados bursátiles y las autoridades. Lejos de un aterrizaje suave, vamos a ir de la estanflación a la inflación con recesión (slumpflation)” (M. Roberts, “From greedflation to stagflation and then slumpflation”, 5-7-23). A nuestro juicio, es posible que haya algunas mediaciones más de las que ve el marxista británico.[2] Pero vale la pena recordar que ni siquiera el sempiternamente optimista Economist se atreve a dar vuelta la página. Este terreno no está cartografiado por nadie, y no sólo en lo económico, como veremos enseguida.
2. El “nuevo consenso de Washington” I: geopolítica versus libre mercado
Hay que considerar otro factor, que hemos tratado en particular en nuestros ensayos sobre China: el relativo desplazamiento de la lógica económica “pura” en beneficio de cálculos estratégicos y geopolíticos, en primer lugar en el centro de la economía capitalista global, EEUU. Es el resultado de una erosión incesante del paradigma neoliberal instaurado en los 90 como “Consenso de Washington”,[3] que recibió los golpes sucesivos de la crisis financiera global primero y la pandemia después, con su correlato de descontento, pérdida de consenso y rebeliones.
Esto es también que se viene procesando al interior de la propia clase capitalista, y quizá en ninguna parte en mayor profundidad que en EEUU; varias de las iniciativas del gobierno Biden apuntan en ese sentido, como intentamos dar cuenta en otras oportunidades (ver sobre todo “Incertidumbre y crisis de los dogmas neoliberales”, mayo 2021; “Razones políticas y geopolíticas de un viraje”, junio 2021; “Viejos y nuevos problemas para la economía global”, marzo 2022, todos disponibles en izquierdaweb.org).
Tan orgánico es ese debate sobre el relativo “cambio de rumbo” –enseguida veremos con qué alcances y límites– del orden neoliberal que hasta tiene denominación oficial, a cargo de Jake Sullivan, el máximo consejero de seguridad nacional de EEUU: el “nuevo consenso de Washington”.
Dice Sullivan: “Ante las múltiples crisis que afrontamos –estancamiento económico, polarización política, emergencia climática–, hace falta una nueva agenda de reconstrucción. (…) La hegemonía no es simplemente la capacidad de prevalecer –eso es dominación–, sino contar con la voluntad de otros para ser seguido y la capacidad de establecer agendas”. Como observa cáusticamente el economista marxista inglés Michael Roberts, “en otras palabras, EEUU establecerá la nueva agenda y sus socios menores lo seguirán… en una alianza ‘voluntaria’. Los que no sigan a EEUU afrontarán las consecuencias” (M. Roberts, “Modern supply-side economics and the New Washington Consensus”, https://thenextrecession.wordpress.com, 8-6-23).
Ahora bien, ¿en qué consiste este “nuevo consenso”? Explica Roberts: “El libre comercio y la ausencia de intervención estatal serán reemplazadas por una ‘estrategia industrial’, por la cual los estados intervendrán para subsidiar y cobrar impuestos a las compañías capitalistas de modo de alcanzar los objetivos nacionales. Habrá más controles de comercio y de capital, más inversión pública y más impuestos a los ricos. Lo que subyace a todo esto es que, en la década del 2020 y más allá, cada país se las arreglará solo: no habrá pactos globales, sino acuerdos bilaterales y regionales; no habrá libre movimiento de capital y de trabajo, sino controles. Rodeando todo esto, habrá nuevas alianzas militares para imponer este nuevo consenso” (ídem).
Como también recuerda Roberts, este tipo de cambios no es nuevo en la historia del capitalismo, sino que parece más bien repetir el ciclo de potencias como Gran Bretaña: librecambista mientras fue la potencia global dominante en lo económico y militar; proteccionista y nacionalista cuando empezó a perder terreno a escala internacional frente a otras potencias. “Ahora –dice Roberts– es el turno de EEUU de pasar del libre mercado a las estrategias proteccionistas orientadas desde el Estado, pero con una diferencia: EEUU espera que sus aliados sigan su camino y que como resultado sus enemigos sean aplastados” (ídem).
Por otro lado, este “nuevo consenso de Washington” está completamente centrado en las necesidades internas y externas del imperialismo yanqui. Apunta a delinear nuevos criterios de relacionamiento con aliados, amigos y socios comerciales (la UE, la OTAN, Japón, Australia, la India –actor cada vez más importante– y los habituales felpudos del “Tercer Mundo”) y a definir con toda claridad los rivales estratégicos (China ante todo, Rusia como eventual aliado de China, Irán y demás “ejes del mal”), pero no tiene prácticamente nada que ofrecer a la amplísima mayoría de los países del mundo, salvo recomendaciones para evitar caer en las malvadas garras de los créditos chinos o la provisión de energía rusa.
Decía Janet Yellen, la secretaria del Tesoro de EEUU –cargo equivalente al de ministra de Economía– y ex directora de la Reserva Federal ante el Atlantic Council, pocas semanas después de iniciada la invasión a Ucrania: “Debemos implementar el acuerdo global de impuestos del año pasado. Son 137 países que representan el 95% del PBI mundial los que acordaron reescribir las reglas impositivas internacionales para imponer un impuesto global mínimo a las ganancias empresarias en el extranjero. (…) El acuerdo proveerá a los estados de todo el mundo los recursos que necesitan para invertir en su gente y sus economías”. Es decir, el aporte del “nuevo consenso” a los países pobres consistirá en el magro techo impositivo a las multinacionales, al que éstas encontrarán muchas maneras de burlar… una vez que finalmente se “implemente”.
En cambio, Yellen fue mucho más taxativa y concreta a la hora de establecer las nuevas reglas para el relacionamiento comercial entre estados, que pasarán menos por el libre mercado que por la adecuación a los objetivos e intereses de la potencia hegemónica de “Occidente”: “Tenemos que modernizar el enfoque multilateral en la construcción de la integración comercial. Nuestro objetivo debe ser alcanzar un comercio libre pero seguro [¡Esa segunda condición no figura en los manuales de la Organización Mundial de Comercio! MY]. No podemos permitir que ningún país utilice su posición de mercado en materias primas clave, tecnologías o productos para perturbar nuestra economía o ejercer presión geopolítica [Naturalmente, EEUU se reserva el monopolio exclusivo de esos perversos instrumentos. MY]. De modo que apoyémonos en y profundicemos la integración económica en términos que funcionen mejor para los trabajadores de EEUU. Y hagamos esto con los países con los que sabemos que podemos contar” (en https://www.atlanticcouncil.org/, discurso del 13-4-22).
De modo que a los países “emergentes” y pobres ya ni siquiera les queda la opción de seguir al pie de la letra el credo de libre comercio alentado por la OMC (y EEUU) durante 30 años, sino que además deben cumplir con las condiciones de comercio “seguro” para poder ponerse en la fila de los países con los que EEUU “sepa que puede contar”.
Para más de tres cuartos de los países del mundo, que vienen sufriendo los embates de la crisis financiera primero y de la pandemia después, con la carga adicional que eso representó para cuentas fiscales ya castigadas, el “nuevo consenso de Washington” sólo tiene las vagas promesas de que alguna vez sus reclamos recibirán algo más de atención en los organismos multilaterales globales.[4]
Según un informe reciente del Banco Mundial, el crecimiento económico en los países en desarrollo (excluyendo China) caerá del 4,1% en 2022 al 2,9% en 2023: “Para fines de 2024, el crecimiento del ingreso per cápita en un tercio de los países emergentes será más bajo que antes de la pandemia. En los países de bajos ingresos –especialmente los más pobres– el daño es todavía mayor: en un tercio de ellos, el ingreso per cápita en 2024 estará en promedio un 6% por debajo del de 2019”.
Al respecto, comenta Roberts que la combinación de alta inflación, mayor carga del servicio de deuda por la suba de tasas y mayor endeudamiento está poniendo en recesión o riesgo de default a cada vez más países. Sin embargo, “no hay cambios en las condiciones de préstamos del FMI la OCDE o el Banco Mundial: los países endeudados deben imponer medidas de austeridad fiscal, recorte del gasto público y privatización de empresas públicas. La cancelación de deuda no está en la agenda del nuevo consenso de Washington. Por otro lado, como señaló hace poco [el historiador de izquierda] Adam Tooze, ‘Yellen señaló los límites para la cooperación y la sana competencia, pero no dejó dudas de que hoy en Washington los criterios de seguridad nacional se imponen sobre cualquier otra consideración’. La moderna teoría de la oferta [ver apartado siguiente. MY] y el nuevo consenso de Washington son modelos no para mejorar la economía o el medio ambiente en el mundo, sino para una nueva estrategia global para sostener el capitalismo estadounidense internamente y el imperialismo estadounidense en el extranjero” (M. Roberts, “Modern supply-side economics…”, cit.).
3. El “nuevo consenso de Washington” II: intervencionismo versus libre mercado
Así como el antiguo consenso de Washington venía sostenido por una doctrina económica coherente con sus metas, este “nuevo consenso” también incluye una reconfiguración de la teoría económica que lo sustenta, a saber, la “moderna teoría de la oferta” (modern supply-side economics, o MSSE).
La “economía de la oferta” tradicional fue la respuesta neoclásica al keynesianismo. Mientras que Keynes se concentraba en la demanda (el consumo), el “ofertismo” apunta al factor oferta, es decir, la productividad y el comercio. Desde ya, eran enemigos furiosos de la intervención estatal, no sólo en la “demanda” (por ejemplo, vía políticas de empleo) sino también en la oferta (por ejemplo, subsidios o aranceles proteccionistas).
Las líneas directrices del “ofertismo moderno” fueron trazadas por Janet Yellen en un discurso en el Stanford Institute for Economic Policy Research del 4 de marzo del año pasado (disponible en https://home.treasury.gov/news/press-releases/jy0632), que citaremos in extenso.
Allí Yellen definió la MSSE como “la estrategia de crecimiento del gobierno de Biden”, y explica la diferencia con la versión clásica: “La MSSE tradicional busca expandir el potencial productivo de la economía mediante fuertes desregulaciones y recortes de impuestos para promover la inversión privada [esto es, el recetario neoliberal de rigor. MY]. (…) En contraste, la MSSE prioriza la oferta de trabajo, capital humano, infraestructura pública, investigación y desarrollo y la inversión en un ambiente sostenible. Estas áreas centrales deben apuntar a incrementar el crecimiento económico y abordar problemas estructurales de largo plazo, en particular la desigualdad. (…) La vieja economía ofertista [fue] una estrategia fallida para generar crecimiento. Los recortes de impuestos al capital no alcanzaron los beneficios prometidos. Y la desregulación tuvo resultados análogamente pobres, tanto en general como respecto de las políticas ambientales”. Hasta aquí, nada que no sea de dominio público, salvo para los dinosaurios neoliberales de Latinoamérica, a quienes las noticias les llegan curiosamente tarde.
Yellen pone el acento en la cuestión del trabajo y los trabajadores, algo que también Biden suele poner de relieve como uno de los centros de sus políticas: “En la última década, el aumento de la productividad del trabajo en EEUU promedió apenas el 1,1%, aproximadamente la mitad que en los últimos cincuenta años. Esto ha contribuido al lento crecimiento de los salarios, con especial impacto en los trabajadores que están en el fondo de la escala de distribución salarial. (…) El potencial de crecimiento a largo plazo de un país depende del tamaño de su fuerza de trabajo, de la productividad de sus trabajadores, de la renovabilidad de sus recursos y de la estabilidad de sus sistemas políticos. La MSSE busca alentar el crecimiento económico mediante el impulso a la oferta de trabajo y el aumento de la productividad, reduciendo a la vez la desigualdad y el daño ambiental. En esencia (…) apuntamos a un crecimiento inclusivo y verde”.
Como se ve, entonces, esta “teoría económica” es sumamente ambiciosa en términos de objetivos sociales y políticos, esto es, extraeconómicos. No es de extrañar que la ortodoxia neoliberal vea esta ecléctica mescolanza con santo horror. Contra ellos apunta Yellen: “El enfoque tradicional tiende a empeorar las desigualdades existentes (…). La MSSE, en cambio, se enfoca en asignar inversiones de manera más sistemática y equitativa, de manera de asegurar que las comunidades y grupos raciales desfavorecidos reciban una proporción suficiente de inversiones tanto en capital físico como humano. (…) Nuestra agenda se centra en reforzar la participación de la fuerza de trabajo aumentando los salarios reales y derribando barreras contra el empleo. En particular, proponemos la expansión de la Deducción Impositiva a los Ingresos, que aumentará los salarios post impuestos de 17 millones de trabajadores, además de deducciones impositivas y subsidios para hacer accesible el cuidado de los niños a hogares de ingresos bajos y medios; licencias pagas para los trabajadores [que ya existen en todos los países desarrollados y muchos “emergentes”, pero no en EEUU. MY], y educación universal para los niños de 3 y 4 años. También propone un ambicioso programa para mejorar los sistemas de transporte público. (…) Un elemento clave de la agenda del presidente Biden es aumentar la productividad de los trabajadores a través de un conjunto de iniciativas que aumentarán el acceso a la educación pre escolar, aumentar la accesibilidad a la educación universitaria, promover la capacitación de los trabajadores y lograr el acceso universal a internet de banda ancha. En conjunto, todas estas inversiones representan uno de los programas más ambiciosos de expansión de la capacitación y la educación en la historia de este país que revitalizará la preparación de nuestra fuerza de trabajo”.
Hemos presentado en detalle estos lineamientos para que se entienda mejor que la apuesta de Biden es integral: el paquete gigantesco de subsidios a sectores específicos (semiconductores, tecnología digital, medicina de alta tecnología, energías renovables, entre otros) se complementa con un programa de renovación de la alicaída infraestructura de transporte y servicios y, también, con una fuerte inversión en “capital humano”, esto es, la fuerza de trabajo.
El “ofertismo moderno”, desde ya, es un proyecto para rescatar el capitalismo –en particular, el capitalismo estadounidense– del marasmo económico y político en que lo han sumido tres décadas de neoliberalismo clásico. No es ni siquiera estatismo o capitalismo de Estado, sino que sólo busca colaborar con y orientar al capital privado, convenciéndolo de que esa asociación redundará en el logro de metas de beneficio común. A todo lo que aspira es a controlar un poco sus ganancias para que parte de ellas puedan ser redireccionadas a objetivos estratégicos que sólo pueden ser trazados desde el Estado. Claro que, como explica Roberts, “toda la estructura actual depende de la rentabilidad del capital. De hecho, la regulación estatal y los impuestos a las corporaciones es probable que bajen la rentabilidad más de lo que cualquier incentivo o subsidio estatal pueda aumentarla” (“Modern supply-side economics and the New Washington Consensus”, cit.).
De todos modos, y más allá de que muchas de esas metas declamadas no tengan la menor chance de concretarse, por múltiples razones que exceden los límites de este texto –desde los límites estructurales del capitalismo en general hasta la mezquindad particular de los legisladores republicanos–, lo que queda claro es que esta agenda tiene poco en común con el recetario neoliberal clásico vigente desde los años 80.
4. ¿Fin de la grieta (en política económica) entre demócratas y republicanos?
Un extraño fantasma recorre la política de EEUU: el fantasma “antineoliberal”. Por ejemplo, cuando Barack Obama impulsaba proyectos como Medicare –un intento de cobertura universal de salud que fue bloqueado por los republicanos en el Congreso–, el “progresismo” yanqui y mundial podía poner los ojos en blanco, pero nadie en sus cabales podía engañarse: toda la orientación de Obama, el Partido Demócrata y el conjunto de la clase capitalista de EEUU seguía férreamente anclada en el horizonte político-ideológico del capitalismo neoliberal y el imperio de los mercados globalizados. Toda relativa “desviación” de esa línea era una de tres opciones: o bien en aspectos muy secundarios, o bien de orden episódico, o bien se trataba simplemente de fuegos de artificio ideológicos a cargo del ala “progresista” del Partido Demócrata. Eso ya no es así.
La publicación británica The Economist propone el siguiente ejercicio: ¿a qué sector ideológico pertenece este pasaje del libro escrito por un senador de EEUU?: “Hoy, el neoliberalismo está de moda. A los ojos de nuestras elites, la extensión y el apoyo al libre comercio deben anteponerse a cualquier otra preocupación, sean personales, políticas o geopolíticas. En los últimos años esto ha llevado a una especie de ‘fundamentalismo de libre mercado’. (…) [Las tres soluciones que se proponen contra esta plaga neoliberal son:] poner a Wall Street en su lugar, (…) hacer volver a EEUU las industrias críticas [y comprometerse a] la obligación de reconstruir la fuerza de trabajo de EEUU”. ¿Elizabeth Warren? ¿Bernie Sanders? No: el republicano Marco Rubio, de Florida, ex precandidato presidencial en 2016, en su recién publicado Decades of decadence (TE 9355, “Frenemies”, 15-7-23).
La “guerra cultural” que resquebraja en dos la política estadounidense alrededor de temas como el aborto, la educación sexual y las políticas de género esconderían, así, no una grieta sino, por el contrario, una convergencia fundamental entre demócratas y republicanos de casi todas las tendencias alrededor de los criterios de la política económica (a los que cabría agregar otro consenso importante: la identificación estratégica de China como el gran contendiente geopolítico de EEUU). Dice The Economist: “Inclusive, las guerras culturales pueden haber acelerado la convergencia entre ambos bandos al acelerar la ruptura entre el Partido Republicano y las grandes empresas, a las que ahora desprecia como un reducto del progresismo (wokeness). Los diagnósticos de la nueva derecha y la nueva izquierda en cuanto a lo que aflige a EEUU son sorprendentemente similares. Ambas partes coinciden en que el viejo orden (…) –‘neoliberalismo’, usualmente invocado de manera peyorativa– fue un pésimo negocio (rotten deal) para el país. Las empresas eran demasiado inmorales; las elites, demasiado inútiles e irresponsables (feckless); la desigualdad, demasiado rampante; la mano invisible del mercado, demasiado propensa al error. Estos problemas, coinciden ambos bandos, deben ser rectificados por el Estado mediante el uso de aranceles y políticas industriales que impulsen las industrias favorecidas. Y a esto debe agregarse una mayor redistribución, en detrimento de las corporaciones y en beneficio de los trabajadores postergados” (ídem; los resaltados son nuestros salvo indicación en contrario).
El economista francés Thomas Piketty, autor del best seller El capital en el siglo XXI y referencia de la izquierda “progre” no marxista, “también es optimista en el sentido de que hay un amplio desplazamiento ideológico en curso. ‘Empezando con la crisis financiera de 2008, hemos visto el comienzo del fin de este tipo de euforia neoliberal, y la pandemia aceleró esta transformación’, sostiene” (ídem). Desde ya, Piketty se muestra crítico respecto del gobierno Biden en el sentido de que no cuestiona de fondo los altos niveles de desigualdad en EEUU, aunque le reconoce “cosas interesantes” en su política industrial.
Sin llegar, naturalmente, a endosar la propuesta de Piketty de impuestos progresivos al 2% más rico de EEUU, es decir, los que superan la línea de los 400.000 dólares de ingresos anuales, lo curioso del caso es que desde think tanks conservadores se alientan serias políticas de intervención estatal. Es el caso de American Compass, entidad dirigida por Oren Cass, ex asesor de otro candidato presidencial republicano, Mitt Romney. En junio editó una compilación de ensayos, Rebuilding American Capitalism: A Handbook for Conservative Policymakers (Reconstruyendo el capitalismo estadounidense: un manual para políticos conservadores). The Economist define el libro como “un matadero de vacas sagradas republicanas”. En efecto, allí no se observa ni rastro de la vieja obsesión republicana por el equilibrio fiscal, que debe ceder paso a generosos beneficios por hijo para familias pobres y al impulso oficial a la organización sindical de los trabajadores. Y no es ése el único punto que ofuscaría a los empresarios: también se propone limitar las operaciones de ingeniería financiera de las grandes corporaciones, por ejemplo, prohibiendo las recompras de acciones (share buy-backs). Como resume Cass en el prólogo del libro, “la economía conservadora, a diferencia del fundamentalismo que la suplantado durante un período, comienza con la afirmación de a qué fines debe servir el mercado y luego considera las políticas públicas necesarias para orientar a los mercados hacia ese fin” (ídem).
Y no se trata de propuestas marginales en el partido; el libro de Rubio ya citado hace amplias referencias a los escritos de Cass. Por otro lado, el “impulso a la organización sindical” no debe entenderse en el mismo sentido que le da Biden; Cass reconoce que los demócratas tienen preferencia por fortalecer los sindicatos existentes, mientras que él prefiere una negociación obrero-patronal por ramas o incluso el sistema alemán de integrar representantes de los trabajadores a los directorios de las empresas.
Así, “por fuera de poner en la mira a los súper ricos, las diferencias entre la nueva izquierda y la nueva derecha, en términos económicos se hace difícil de distinguir” (ídem). Las diferencias residen en aspectos como el rol de la familia en las políticas sociales del Estado (más prominente en los republicanos; más librada a los individuos en los demócratas) o el tipo de sindicatos que deben dar más fuerza de negociación a los trabajadores frente a las empresas. Y se concluye que si este nuevo consenso no se refleja en más legislación con apoyo bipartidario se debe a que en el Congreso “las sospechas mutuas en temas culturales, que son hoy la principal moneda de cambio de la política contemporánea, infectan todo compromiso que haya en materia de economía” (ídem).
Sin duda, en estos análisis hay desequilibrios, se toman tendencias por hechos consumados y se exageran ciertos factores a la vez que se pasan por alto otros (el peso de Trump y la ideología trumpista en el Partido Republicano, por ejemplo).[5] Pero hay también elementos indiscutibles de realidad que deben ser incorporados como novedad política, ideológica y estratégica de cualquier mirada marxista sobre el panorama global actual.
[1] Roberts insiste con la salida de muchas personas de la fuerza de trabajo durante la pandemia, pero eso parece estar revirtiéndose. Otro argumento del marxista británico para explicar el bajo nivel de desocupación es que la inmigración ha disminuido en razón de nuevas restricciones de ingreso, pero eso se aplica mucho más a la Unión Europea que a EEUU, donde en 2022 ingresaron más de un millón de inmigrantes, la cifra más alta desde que Donald Trump llegara al gobierno (TE 9356, “Turning a corner”, 22-7-23).
[2] Al cierre de este texto nos llegó el último artículo de Roberts sobre la situación económica global, en el que rechaza el optimismo exagerado de Noah Smith (“la batalla contra la inflación está ganada sin recesión”) y reafirma su pronóstico de recesión apoyándose en dos indicadores: el índice de gerentes de compras (sigla inglesa PMI), hoy en su nivel más bajo desde la “mini recesión” de 2016, y el Leading Economic Indicator del US Conference Board, un respetado think tank, que lleva un descenso continuo desde hace quince meses y predice una recesión antes de fin de este año (“It’s not Goldilocks”, 28-7-23).
[3] El Consenso de Washington –expresión acuñada en 1989 por el economista inglés John Williamson– remite a un paquete de políticas económicas diseñadas por el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro (instituciones todas basadas en la capital estadounidense). El centro de esas políticas de libre mercado consistía en la liberalización del comercio exterior, políticas fiscales y monetarias de reducción de déficit estatal y gasto público y privatización de empresas estatales. El comercio libre de aranceles y el libre flujo de activos financieros, con regulaciones mínimas o inexistentes, completaban un esquema basado en la doctrina económica neoliberal y en particular el monetarismo para uso de países subdesarrollados… y para beneficio de las potencias capitalistas en general y en particular la hegemónica, EEUU.
[4] En el discurso ya citado ante el Atlantic Council, Yellen no tuvo más remedio que admitir que en términos de la ayuda a los países pobres “la respuesta hasta ahora no está a la escala de lo que se necesita. Los expertos calculan las necesidades de financiamiento en los billones de dólares, y hasta ahora hemos venido trabajando en los miles de millones [¡tres ceros menos! MY]. La ironía de la situación es que mientras el mundo hay abundante ahorro –a punto tal que las tasas de interés reales vienen cayendo hace décadas–, no hemos podido encontrar el capital necesario para las inversiones en educación, salud e infraestructura. (…) Hacia adelante, necesitamos una evolución el sistema de financiamiento del desarrollo, incluido el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo, (…) para movilizar mejor el capital privado y financiar los bienes públicos globales. Sin embargo, los bancos multilaterales de desarrollo por sí solos nunca van a lograr la escala de financiamiento que se necesita, de modo que también necesitamos revisar nuestras estrategias para hacer que los mercados de capitales funcionen para la gente de los países en desarrollo” (cit.). No queda nada más allá de estas promesas vacías y estas lágrimas de cocodrilo.
[5] En la misma edición de The Economist que presenta esta confluencia económica entre republicanos y demócratas, la nota de portada presenta con preocupación los lineamientos de los equipos técnicos de un eventual segundo gobierno de Trump. Es verdad que algunos puntos pueden coincidir con la agenda actual de Biden, en particular la política de promoción a industrias clave y ciertos subsidios sociales (con requisitos mucho más leoninos). Pero tomada en conjunto, y considerando la disrupción que significaría Trump de nuevo en el poder en áreas como política fiscal (con recortes de impuestos sin contrapartida) y sobre todo la política exterior (a Zelensky le corre sudor frío de sólo pensarlo), de la mentada “convergencia” entre republicanos y demócratas en política económica quedaría poco y nada (TE 9355, “Chaos meets preparation”, 15-7-23). Es verdad que el “factor Trump” condiciona no ya éste sino muchos otros elementos del tablero político global. Pero eso ya es tema para otra ocasión.