Javier Milei cerró ayer su campaña electoral con un acto en el estadio Movistar Arena en el que evitó hacer mención a ninguna de sus propuestas económicas y se centró casi exclusivamente en denunciar a «la casta política», que mereció sólo dos excepciones: Carlos Menem y Mauricio Macri.
No habló de dolarización, ni de vender órganos o niños, ni de dinamitar el Banco Central. Mucho menos de privatizar la salud y la educación, dos propuestas que encuestas recientes han mostrado el altísimo rechazo que cosechan en la población. Su discurso -fue el único orador- se centró exclusivamente en una misma y repetida idea: hay que votar algo distinto a la «casta» que gobierna el país hace más de 100 años.
Más exactamente, desde 1916. Precisamente el año en que se estableció el voto «universal» (aunque faltaba mucho para que sea realmente universal) fue cuando Milei sostiene que comenzaron las desavenencias para el país. Milei sostiene que la debacle comenzó con la llegada al poder del «primer populista», que sería Hipólito Yrigoyen. Pero Yrigoyen no podría haber llegado al poder si no fuera por el voto popular, por lo que, por extensión, la conclusión a la que nos invita a sacar implícitamente Milei es muy clara: el problema del país es la democracia misma.
Quizás por eso también en su interpretación de más de un siglo de desastre a cargo de «los políticos» no hubo ni una sola mención a los siete golpes de Estado militares que sufrió el país, perpetrados estos sí por una casta sin comillas, la militar, a la que no se le achaca ninguna responsabilidad en la deriva del país en el recorrido histórico que propone Milei. De otra manera no podría ser Victoria Villarruel la compañera de fórmula de Milei, una abierta defensora de genocidas y de los crímenes de la última dictadura.
Frente a esta vara puesta tan bajo, casi inexistente, pedir un mínimo mayor nivel de complejidad ya parece hasta pretencioso. Por ejemplo, dando cuenta que el «populista» y «socialista» Yrigoyen perpetró una masacre contra obreros socialistas y anarquistas en la semana trágica de 1919, lo que obviamente queda como un proceso imposible de explicar en el ideario libertario de que «todos son socialistas menos yo».
No honrosas excepciones
Hubo, sin embargo, sólo dos excepciones a políticos argentinos que tuvieron el privilegio de no haber sido incluidos o por lo menos matizados dentro de la «casta». No fueron sus compañeros de lista presentes -ni se los nombró- sino dos ex presidentes de la historia reciente: Carlos Menem y Mauricio Macri.
El primero no sorprende porque Milei ya lo ha reivindicado abiertamente en el pasado como uno «de los mejores presidentes de la historia», donde la desocupación se hizo de masas, surgió el trabajo precario que hoy impera y el país entró en un proceso de megaendeudamiento y privatizaciones masivas que desguazaron al Estado a favor de empresas privadas que demostraron ninguna «eficiencia de lo privado», como atestiguan las privatizaciones en la distribución de energía, el transporte e YPF.
El segundo punto llamativo es como Milei denuncia «a los que nos llevaron al desastre de 2001», pero reivindica los ’90, como si la crisis del 2001 hubiera salido de un repollo y no fuera precisamente el estallido de dicho modelo económico basado en la convertibilidad que a día de hoy Milei defiende. La historización libertaria hace agua por todos lados.
Párrafo aparte para la estratagema argumentativa que intenta rescatar a Menem de la «casta política», un tipo que venía de ser gobernador y llegó a la presidencia ganando las internas del PJ, es decir, bien desde los riñones del aparato político del país. El discurso de Milei no se sostiene incluso sólo si nos atenemos a las premisas que él propone: si alguien surgido de la «casta» llegó a ser «uno de los mejores presidentes de la historia», todo lo que nos quiso explicar hasta ahora no vale nada. Se nos puede reprochar estar pidiendo mucho cuando exigimos por lo menos una mínima coherencia interna en lo que se dice, aunque ello sea una sarta de burradas y frases hechas.
El otro que se salvó de ser incluido sin matices en la casta fue Macri, que sí puede sorprender, si alguien todavía puede sorprenderse de algo que salga de la boca de esta gente. En algún momento, antes de lanzarse a la carrera electoral, en el discurso de Milei Macri era prácticamente tan «socialista» como cualquier otro, pero esa lectura cambió oportunamente ahora que hay que rasquetear algún voto desencantado con el «cambio».
En efecto, según Milei, «en el 2015 tuvimos una oportunidad. Un outsider llegó al poder con una premisa muy clara: Cambiemos. Pero la clase política se puso en el medio, la de adentro y la de afuera. Los mismos integrantes de la coalición gobernante se opusieron a los cambios».
Que Mauricio Macri, hijo de Franco Macri, sea calificado como un «outsider» es algo que le debe parecer mucho hasta al propio Mauricio. No sólo que antes de ser presidente fue dos veces Jefe de Gobierno porteño, sino que las tres décadas anteriores perteneció a otra casta, la empresarial que vive de hacer negocios con el Estado. Esa tradición fue empezada por su padre Franco, que se enriqueció de manera descomunal durante la última dictadura, la misma que Milei-Villarruel no nombran porque en el fondo la defienden.
Así que el fracaso estrepitoso del gobierno de Cambiemos se explica porque Macri resultó una pobre víctima de la «casta», que lo deglutió por dentro y que no le permitió hacer los cambios necesarios. Nada que ver tiene el hecho de que, cuando Macri quiso avanzar con contrarreformas, una masiva movilización de los trabajadores le paró la mano a su gobierno a fines de 2017 y 2018, y si logró terminar su mandato fue precisamente porque la «casta», en primer lugar el peronismo, le cuidó la gobernabilidad hasta las elecciones. Todo al revés que el cuento de mala calidad que nos quiere vender Milei.