El terrible asesinato del kiosquero Roberto Sabo ayer en Ramos Mejía desató una ola de indignación y bronca por parte los vecinos del lugar. La cuestión tomó rápidamente impacto nacional, sobre todo a partir de la movilización que se realizó por la noche donde incluso la policía utilizó gases lacrimógenos contra los manifestantes.
Como suele suceder en estos casos de alta resonancia mediática, se vuelve a poner sobre la agenda la cuestión de la inseguridad. Sobre el dolor, la bronca y la indignación de los familiares de las víctimas, se monta una campaña demagógica de políticos y medios de comunicación que aprovechan para instalar una agenda represiva con sus clásicos discursos de «mano dura».
Cuando suceden este tipo de hechos aberrantes, de lo que casi nadie habla es que estas manifestaciones de barbarie como la del asesinato de Roberto Sabo son el retrato más crudo de la podredumbre social a la que nos conduce la dinámica de exclusión y desigualdad propia del capitalismo.
La indignación social frente a estos hechos de violencia es comprensible, en la medida en que la gran mayoría de estos hechos llamados comúnmente como «de inseguridad» lo sufren los trabajadores: desde hechos «menores» como que te roben en la parada del colectivo llegando a los casos más extremos como el que ocurrió ayer, en todos los casos las víctimas de hechos violentos es la clase trabajadora.
Por eso, aunque seremos siempre críticos de los discursos de «mano dura», es en alguna medida comprensible que sean reproducidos por parte del pueblo trabajador, ya que son los que sufren en carne propia este tipo de hechos.
Pero cuando ese discurso baja desde las grandes alturas del poder, no sólo del Estado, sino también de los políticos del sistema y los grandes medios de comunicación, la cuestión adquiere una naturaleza diferente: estos discursos reaccionarios no son otra cosa más que una campaña política deliberada por querer instaurar mayores condiciones represivas contra los de abajo. Condiciones represivas que, aunque discursivamente se dirijan a «los delincuentes», en realidad buscan someter y disciplinar a los millones que son empujados a la pobreza y la marginalidad. Lo que buscan es sencillamente criminalizar la pobreza generada por el mismo sistema que ellos defienden, pidiendo más policía y más represión en los barrios.
"Lo que sucedió en Ramos Mejía refleja un hecho de barbarie que es inaceptable. Hay que mirar las cuestiones de fondo. Yo creo que la delincuencia es hija de la exclusión capitalista. La inseguridad remite al problema de la desigualdad" en @Intratables @AmericaTV #LunesIntratable
— Manuela Castañeira (@ManuelaC22) November 9, 2021
Los demagogos abundan: el «liberal» José Luis Espert aprovechó para sobre-actuar su fascismo pidiendo «bala» y «agujerear» a los «chorros». El «moderado» Larreta no se quiso quedar atrás y aprovechó la oportunidad para salir a pedir la baja de la edad de imputabilidad.
El Frente de Todos, aunque golpeado políticamente por el hecho, tampoco expresa algo muy distinto, de la mano del insospechado de progresista Sergio Berni y de Fernando Espinoza, quien basa su campaña política en llevar más gendarmes y patrulleros a La Matanza.
Es decir, todo el arco político capitalista coincide en tener una orientación represiva hacia el problema de la delincuencia. Cuanto mucho sus diferencias son de grado. De hecho, las medidas de tipo «mano dura» (endurecimiento de penas, mayor vía libre al accionar policial, baja de la edad de imputabilidad, etc.) ya se han llevado adelante cientos de veces en Argentina, por parte de distintos sectores políticos: en los ’90, Ruckauf instalando la idea de que había que «meter bala a los delincuentes». Mucho más cerca en el tiempo, Bullrich entronizando como «héroe» al policía asesino Chocobar, dando vía libre para el gatillo fácil. Por supuesto, todas estas políticas represivas lo único que hicieron fue aumentar y recrudecer los niveles de violencia y el aparato represivo del Estado. No terminaron con la delincuencia ni mucho menos, lograron apenas darle mayor amparo a los casos de violencia y abuso policial, como fue el año pasado el de Facundo Castro.
Es lógico que a pesar de sus matices todo el personal político capitalista no tenga otro programa para los delitos comunes más que la represión: no pueden combatirlos seriamente por la sencilla razón de que son la consecuencia directa de la exclusión y la desigualdad social que promueve la sociedad que ellos mismos defienden.
"Espert es un monstruo. La mano dura nunca resolvió ningún problema" en @Intratables @AmericaTV #LunesIntratable
— Manuela Castañeira (@ManuelaC22) November 9, 2021
Esto se recrudece en períodos de crisis, crecimiento de la pobreza y la miseria. No es casualidad que las políticas represivas hayan gozado de amplia aplicación especialmente en los años ’90, plena época de exclusión, desocupación y pobreza producto de las políticas neoliberales.
Aunque estos discursos nunca abandonaron la escena política del todo, ahora que la situación social enfrenta nuevamente una grave situación de pobreza y marginalidad, se recrudece el intento reaccionario por instaurar un clima represivo.
De esto se desprende que las políticas contra la delincuencia tienen que basarse en primer lugar en contundentes medidas económicas contra la exclusión y la pobreza, afectando las ganancias de los ricos y los poderosos. La delincuencia, aunque los demagogos pongan el grito en el cielo, es la hija de la desigualdad capitalista. Lo que se necesita es garantizar salarios dignos para toda la población trabajadora llevando el salario mínimo a cien mil pesos, salud y educación pública y gratuita de calidad, así como programas de empleo repartiendo las horas para que haya trabajo para todos. Por supuesto, todas estas medidas implican afectar las ganancias de los grandes capitalistas.
Los socialistas estamos muy lejos de romantizar la pobreza, mucho menos de justificar las atrocidades que se cometen contra la clase trabajadora. Defendemos el derecho de los trabajadores a que nadie les arrebate lo que se ganaron con su trabajo, así como el derecho a sentirse seguros cada vez que salen de su casa para ir al trabajo.
Por eso, tampoco nos sumamos al discurso «progre» que frente a los discursos reaccionarios y represivos contrapone el «garantismo». Esta última concepción también ve sólo un aspecto de la cosa, un aspecto real, pero parcial: el hecho de que los delincuentes también son de alguna manera víctimas de la sociedad capitalista. Y, de hecho, las cosas son bien concretas: bajo los gobiernos «progresistas» y «garantistas», la exclusión y la represión de sus consecuencias sigue siendo la regla.
Ni la pasividad romántica del «garantismo» ni la represión y el punitivismo del Estado, la única solución de fondo al problema de la «inseguridad» es cuestionar la gran propiedad privada, la base de la sociedad capitalista, un sistema decadente que se ha enredado consigo mismo en su propias contradicciones y que, si no lo enfrentamos, nos conduce a más barbarie.